domingo, 30 de agosto de 2009

El yo encerrado

Existe el deseo de participar en el otro, de compartir su vida y su destino. Pero aun la unión más íntima se detiene ante una barrera: la que hace que el otro sea él y no yo. El amor lo sabe. Sabe que no podrá realizar jamás, ni aun querer seriamente tal vez, la identificación perfecta, ideal supremo. No hay ningún 'nosotros' humano que suprima las barreras del 'yo'. Porque la dignidad y el esplendor del hombre estriban precisamente en el hecho de que puede decir -aunque con ciertas reservas-: yo soy yo mismo. Yo me fundamento a mí mismo. Mi obra empieza en mí y yo me siento responsable de ella. Es evidente que en esto estriba también su estrechez: tengo que ser siempre yo mismo, tengo que soportarme y bastarme. Esto me separa inexorablemente de la otra persona: yo, y no tú; lo tuyo, no lo mío. El hecho de que cada uno sea ese ser preciso, con naturaleza y destino propios, le distingue y le separa de todos los demás. Eso no ocurre en el caso de Jesucristo.
Esto en Romano Guardini: El Señor, VI, 6, p. 229-30. Y se completa con VI.10, p. 269 [¡negritas mías!]:
Porque Dios no es en absoluto el 'Otro'. No está en la otra ribera de tal modo que podría decirse de Él con respecto a mí: "Él o yo". Con todo cuanto soy, vivo por Él. Cuanto más eficazmente me aplique Él su amor, tanto más perfectamente alcanzaré yo la plenitud de mi propio yo. (...) El verdadero yo humano es un yo en Dios. Alcanza su perfección suprema por la presencia de Cristo, que es el Verbo.

Y luego, podéis comparar con esta homilía de B16.

No hay comentarios:

Publicar un comentario