miércoles, 6 de mayo de 2009

Roma (7)

Íbamos al Gianicolo en el autobús 75. En los asientos de enfrente tuvimos primero a tres o cuatro filipinas y una niña, que estaban pasándose fotos entre sus móviles mientras hablaban con un dulce golpeteo de latas: haganggan blantangan defengan.
Se bajaron y nosotros vimos de lejos el Circo Máximo.
Estábamos nerviosos porque no sabíamos dónde bajar y estábamos cansados de tantos días intensos en Roma y tristes porque se acababan.
Y entró un yanqui de treintaimuchos con una mochila enorme y con una italiana y se sentaron en el sitio de las filipinas.
Y el yanqui llevaba un niqui horrísonamente sucio, lleno de churretones, de no creerlo. El yanqui tenía cara de gordo -pero rubio-, gafas metálicas, dientes colocados en forma de sierra y se expresaba en un inglés clarísimo, que yo creí entender bastante bien: estaba hablando mal de un compañero y la italiana le daba la razón; parecía -esta fue mi película- compañera de trabajo, o la bibliotecaria de la biblioteca en la que él estaba investigando vete a saber qué, pero algo muy erudito, y volvía con él porque habían salido a la misma hora.
Visto el buen rollo, el yanqui la invitó a tomar algo después; ella -que era guapita y parecía tener mucho recorrido- le dijo que no podía, con cierto rubor pero quizá pensando: pero este tío qué se habrá creído.
Y el yanqui se lo tomó deportivamente. Y llamaron al teléfono de la italiana y el yanqui empezó a decir que ella tenía mil novios, que se los rifaba, para que lo oyera el que él hacía que suponía que era el novio oficial de la italiana.
Y la italiana hacía como que se azoraba, pero estaba halagada. Intervino un chaval que estaba de pie al lado con su novia y le echó a la italiana de largo recorrido un piropo delicado, por continuar con la escena de película italiana costumbrista.
El yanqui nos miró -se debía de notar lo que nos estaba divirtiendo la escena- y nos preguntó si nos estábamos divirtiendo y le dijimos que sí y aquello se convirtió en una conversación en la que participaba todo el autobús.
Se bajaron y nos confundimos de parada para llegar a la Academia, pero no importaba ya tanto. Y además luego pudimos ver aquel cielo azul oscuro de Roma.

6 comentarios:

  1. Me temo que con este comentario tonto estropeo tanto la entretenida serie sobre Roma como esta entrada genial; pero es que no puedo aguantarme... ¿¿¿Por qué los rubios no pueden ser gordos???

    ResponderEliminar
  2. "El yanqui llevaba un niqui horrísonamente sucio, lleno de churretones, de no creerlo"

    Genial.

    ResponderEliminar
  3. ¡Bravo por la entrada! ¡Es una lástima que no podamos oír físicamente los ruidos del autobús mientras la leemos (los podrías haber grabado con el móvil y luego incorporado a tu texto). Esto te hubiera permitido optar, con ciertas garantías de éxito, a una beca de un año en la Academia en Roma, aunque creo que T. se despidió ya del jurado que las concede.

    ResponderEliminar
  4. esto es un relato padre, sí señor. Gracias.

    ResponderEliminar
  5. Haganggan blantangan defengan!!!
    ¿y dices que de lejos el Circo Máximo?

    ResponderEliminar
  6. "...hablaban con un dulce golpeteo de latas". Creo que me estoy imaginando la escena, digna de Fellini. Qué bueno, te podrías dedicar a hacer de cronista con un magnetófono.

    ResponderEliminar