En el tercer y definitivo viaje a Vitoria descubrí que todo paisaje es moral. Os dedico la explicación -y os la explico, como dice Carlos Cano en las Habaneras de Cádiz (qué andaluz eso de comentar la jugada y decir que uno la está comentando)- porque -ahí te voy- vemos lo que queremos ver:
A la ida, miraba con ojos extraviados las laderas de los montes entre Lugo y el telón de grelos: Becerreá, As Nogais, Piedrafita. Esas mismas laderas a la vuelta tenían un verde que no se puede recoger en un blog.
Los valles entre páramos que comienzan en Sahagún y continúan hasta Burgos: ese trocito de la provincia de León, la provincia de Palencia, el oeste de la de Burgos: el paisaje de mi infancia. No los veía a la ida, pero sí -¿o no?- a la vuelta.
El paisaje a la ida: yo lo que veía era a Villaamil, el protagonista de Miau, la novela de Galdós: pensar como él que no va a venir lo que se desea, como estrategia para que en realidad se cumpla eso que uno en realidad desea, porque si algo se desea mucho no se cumple, pero si se abandona luego en realidad llega, eso que describe Galdós tan bien del pensamiento mágico del deseo, pura elucubración mítica en la que concedemos a nuestros deseos un poder que no tienen.
Se me aparecía Flannery y yo me preguntaba si estaría a su altura caso de convertirme en uno de sus personajes, merecedor de un golpe demoledor de Dios, en lugar de una caricia. Yo viéndome con cara de sufrimiento, viendo en la lista que no estaba mi nombre y lamiéndome las heridas del orgullo. Me miraba así en el futuro y no sabía cómo reaccionaría.
Me acordé también de las plegarias atendidas de Santa Teresa (en la cita de Capote) y se me atragantaban los deseos y no veía el paisaje, que seguía allí cuando volví.
Olé! (O también Ole!)
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