A última hora de la tarde, cuando se está poniendo el sol entre los montes (ese milagro en Compostela), aparecen en torno a mi ventana los estorninos, que empiezan a hacer ruido como de alambre con las patas. Yo me asomo despacio a la ventana (es de esas que giran en torno a un eje central, mi ventana abuhardillada) y miro de cerca a esos pajaritos negros, feos pero simpáticos. Un poco más grandes y darían miedo.
Abro de golpe y un centenar de ellos escapa contra ese cielo rojo, tirándose como suicidas hacia el estanque del Auditorio, sorteando los árboles en formación cerrada. Me asomo un poco y todavía hay cientos en los tejados de alrededor.
Hacen un ruido grande, excitado, una grita colectiva. De repente se arrancan desde detrás unos pocos y se les unen otros de los que tengo delante en ese camino hacia abajo, un slalom por el aire. No sé qué criterio siguen (si lo hay), pero van en bandadas, como por grupos. Unos se quedan y otros pasan y a medida que bajan van quedando menos aquí, hasta que por fin desaparecen todos. Eso pasa todos los días, justo al ponerse el sol (no sé qué harán cuando llueve).
Y qué bonito era. Para recordarlo tantos días que pasaremos bajo las nubes.
Creo que o que acabas de escribir chámase "impresionismo sensual". Moi bonita anotación.
ResponderEliminarDe la sección "Los lirios del campo y las aves del cielo" (de "Elegías menores"), de J. Jiménez Lozano:
ResponderEliminar"Gorrioncillo urbano,
perdido entre las mesas
de una terraza,
en un hotel de lujo.
Como a ti, me bastan y me sobran
las migajas del mundo.
Yo sólo quiero tu alegría."