viernes, 19 de mayo de 2006

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Ayer me llegó un comentario de un lector de este blog en el que criticaba mi postura de Schadenfreude [pronúnciese /Shadenfgoide/] (o epicaricacia, gracias Mr. Reichmann; estos islandeses qué eruditos son, parecen de Valladolid). Ante todo, me alegra saber quién está ahí detrás y me apena molestar a los que me leen: espero que vean al menos respeto en mí y que nunca pase yo la línea de la educación y el respeto a los demás.
Sin embargo, el hecho es que me alegra que pierda el Barça; así es. No quiere eso decir que me alegre de que Cataluña vaya mal: todo se reduce a ese terreno tan banal del fútbol. Por lo demás, admiro a los catalanes, pero no tengo más que motivos de crítica para los políticos catalanes en general. Dirán lo que quieran, pero la percepción que a mí me llega de ellos es la de un puro egoismo pueblerino, sustentado en unos supuestos agravios, que suenan especialmente ridículos para quien vivió de pequeño en un pueblo pequeño de Castilla la Vieja.
También me parece ridículo muchas veces el nacionalismo gallego, lleno de complejos y con unas apelaciones a la tierra madre que me parecen como mínimo sentimentales; varios comentarios me afean esto, pero es lo que pienso. La divinización de la lengua gallega me molesta (no su estudio y uso), y también que saber gallego se vaya a convertir (si nadie lo remedia, que no parece) en un deber para los que vivimos en esta Comunidad. Me molesta que se vayan a crear Galiescolas (es ridículo hasta el nombre), mientras el gobierno promueve por todos los medios el aborto y una visión de la sexualidad puramente hedonista, en unos supuestos centros de 'información' juvenil. ¿Ese era el cambio? ¿Esa era la ilusión que prometían para Galicia, una comunidad que ¡pierde población! mientras España en su conjunto ha crecido en cuatro millones de habitantes? Puedo comprender el orgullo herido de los gallegos; también me molesta la actitud paternalista de algunos que llegan a Galicia y se ponen a imitar el acento, o que miran por encima del hombro. Pero eso no es excusa para mirarse el ombligo y divinizarlo porque sea de uno.
Para colmo leo en La Vanguardia de hoy [ejemplares gratuitos en la Facultad de al lado, supongo que pagados por la Generalitat] que la Reina ha inaugurado el Centro de Medicina Regenerativa de Barcelona, dirigido por Juan Carlos Izpisúa, traído de California a golpe de talonario. No me esperaba esto de la Reina, ese apoyo a la investigación que se basa en la manipulación de embriones en nombre de un supuesto avance de la ciencia, que como reconoce en el periódico el propio Izpisúa, no parece que vaya a tener resultados en un futuro próximo. Saltando por encima de la ética más elemental, en nombre de una creencia, todos aplauden el genocidio, y la Reina lo apoya.
Miro los muros de la patria mía y en Andalucia lo mismo. Magnífico artículo de Rafael Sánchez Ferlosio en El país de hoy [fusilado; negritas mías]:
Andazulía
No podía ser más que alguien que tuviese el talento lingüístico de Arcadi Espada, unido a una atención hipersensible y a una constante vigilancia de todos los decires que le asaltan el oído desde la prensa y otros textos públicos, el que no se dejase escapar un párrafo, ya aprobado, del Preámbulo del proyecto de reforma del Estatuto andaluz (El Mundo, 2-V-06). El párrafo, que Espada no vacila en calificar, con toda la justicia del mundo, de "monstruoso", reza, según su propia transcripción, de esta manera:
"Andalucía ha compilado un rico acervo cultural por la confluencia de una multiplicidad de pueblos y de civilizaciones, dando sobrado ejemplo de mestizaje humano a través de los siglos. La interculturalidad de prácticas, hábitos y modos de vida se ha expresado a lo largo del tiempo sobre una unidad de fondo que acrisola una pluralidad histórica, y se manifiesta en un patrimonio cultural tangible e intangible, dinámico y cambiante, popular y culto, único entre las culturas del mundo".
Por mi parte, me voy a quedar rezagado con respecto a la dirección en que se mueve el comentario crítico de Espada (aunque tampoco en sus palabras pueda dejar de resonar inevitablemente, aun sin mentarlo expressis uerbis, el que es aquí el demonio principal: el pestilente narcisismo andaluz), para detenerme en el trámite de la expresión por sí misma.
Empecemos por el rasgo general que, de principio a fin, recorre y caracteriza el párrafo transcrito: no hay en él una sola palabra requerida en razón de demanda por la necesidad de un contenido, sino que el contenido mismo se ha compuesto y se ha determinado a partir de la oferta de ingredientes verbales preexistentes: viejas acuñaciones estereotipadas por la inercia verbal, de las que van virtualmente acompañadas por un tácito "ya sabes lo que quiero decir". En una palabra, como la mayonesa. Ésta, en efecto, fue inventada -si no recuerdo mal- por el cocinero de los oficiales de la guarnición británica asediada en Mahón: "¿Y qué puedo yo darles de cenar esta noche a estos golosos, si no puedo mandar afuera un solo soldado a por provisiones sin que me lo maten de un tiro por el campo? Me las tendré que ingeniar como sea para sacar alguna cosa rica con lo que hay en la despensa".
El párrafo del preámbulo andaluz citado por Espada está hecho "con lo que hay en la despensa", como la mayonesa; los cocineros del estatuto se las arreglaron con las existencias que tenían a mano, pero no porque no quisiesen poner en riesgo la vida de ningún soldado, sino porque su paladar cerebral se conformaba, y acaso hasta se complacía, con esa mayonesa elaborada a base de los inertes y baratos estereotipos que ya hay en la despensa.
La gratuidad, en cuanto indiferencia frente al contenido, se manifiesta en el recurso a muletillas formales, como la terna de miembros, que ofrece dos ejemplos: una terna simple y una terna de parejas. Esta fórmula parece responder a una preocupación por la exhaustividad: una banqueta con tres patas se tiene de pie; deja al hablante la comodidad de sentir que satisface la demanda de información del oyente, completa sus preguntas, imaginadas sobre el modelo, tan genérico, de "largo-ancho-alto", "eslora-manga-puntal", etcétera. La terna simple con que nos encontramos en el texto citado es de tan extrema gratuidad, que nos descubre otra característica del mismo: su naturaleza de "relleno". Dice así: "La interculturalidad de prácticas, hábitos y modos de vida..."; ¿sabría decirme usted, mi estimado señor Arcadi Espada, qué límites precisos podrían interponerse entre "prácticas", "hábitos" y "modos de vida" que comportasen en su espectro semántico tan siquiera ésa mínima franja de exclusión que habría que exigirles para que sean separadamente desplegados en una misma enumeración? No vamos a negar aquí matices ni connotaciones; las sinonimias perfectas son poquísimas, pero la propia marcha del texto es tan sumaria, que no permite que uno piense en cosas y que no deje de oír más que palabras-comodín. Aún más redonda, más eufónica y más inapelablemente convincente les ha salido la terna de parejas, que reza como sigue: "Se manifiesta en un patrimonio cultural tangible e intangible, dinámico y cambiante, popular y culto, único entre las culturas del mundo".
Este expediente de repartir una serie de adjetivos -tanto da que sean seis, como aquí, o que sean cuatro, ocho, o los que fueren- en parejas copuladas es bastante corriente en la prosa escrita castellana, y no tiene por qué ser, en principio, un mero recurso retórico, sino que suele estar lógicamente motivado: los criterios más frecuentes en la formación de las parejas son los de oposición u homogeneidad; tomemos los adjetivos "sano", "enfermo", "joven", "viejo"; de las tres parejas de combinaciones binarias que esos cuatro elementos nos ofrecen, sólo dos de ellas serán lógicamente aceptadas; a saber: 1: "jóvenes y viejos, sanos y enfermos", o 2: "jóvenes y sanos, viejos y enfermos"; la 3, salvo un contexto muy rebuscado, hallará en el oído una fuerte resistencia: "jóvenes y enfermos, viejos y sanos". De los tres pares de adjetivos que califican el "patrimonio cultural" del texto comentado, vemos cómo el primero y el tercero toman el criterio de la oposición; el primero, de una oposición privativa, y el tercero, de una oposición, por así decirlo, "distributiva". Es el segundo par: "dinámico y cambiante", el que suena rarísimo y hace sospechar que probablemente es un mal consensuado producto de una discusión infructuosa y tal vez un tanto encarnizada. Es posible que empezasen por tratar de recoger los atributos correspondientes al espeluznante tópico de "tradición y modernidad"; la modernidad quedaría cubierta con cualquiera de los dos adjetivos propuestos: "dinámico" o "cambiante", o sea con el que acabase siendo consensuado. Pero, ahora ¿cómo hacer honor a las prerrogativas de la tradición? En medio de la cada vez más desatada ideología de que todo está cambiando aceleradamente, de que nadie puede ni debe quedarse un solo paso atrás, con el creciente desprestigio de lo que no se mueve, de lo que "se aferra al pasado", a un ayer prescrito y aun proscrito, ¿qué adjetivo podría implementar con la cautela suficiente, casi como pasando de puntillas, la parte de la tradición? Y esto en una región en la que el culto de lo tradicional -garantía de "lo autóctono"- es el más celoso y acendrado "entre las culturas del mundo". La cosa -siempre según lo que yo me imagino que pudo pasar- tenía mal arreglo; pero la fórmula de la terna de parejas, prospectada por delante de los seis adjetivos que habrían de llenarla, o más bien rellenarla, tenía un tan armónico efecto de columpio o doblar de campanas, que, antes que renunciar a ella, pudo haberse preferido rellenar la vacante con esa extraña semi-redundancia de "dinámico y cambiante".
En cuanto a la primera de las tres parejas copuladas: "tangible e intangible", que así de pronto podría sonar un tanto mística, no hay que temer que exija, para su intelección, remontarse tan alto como a una reminiscencia del Credo de Nicea: "Visibilium omnium et invisibilium", sino que es muy probable que tenga explicación en una procedencia mucho más cercana: en Francia y en un pleito reciente: el de la reivindicación de la "mémoire", palabra bastante más encumbrada que su traducción castellana: "memoria histórica". En nuestra pareja, "tangible", por la propia obviedad de aquello que designa, no tiene otra función que la de mero soporte de "intangible". José Vidal Beneyto, en su artículo Guerra de nacionalismos / 1 (EL PAÍS, 6-V-06), habla de cuatro opciones del concepto de "nación", de las que la que aquí importa es la que designa como "nación-herencia". A ésta, pues, sería a lo que pretende remitirse el panfleto estatutario con lo "intangible" del "patrimonio cultural". La institucionalización de la "mémoire" (en Francia se ha llegado a hablar hasta de "devoir de mémoire") no se contenta ya con que las tradiciones sigan siendo meras tradiciones, que sería dejarlas al modesto nivel de las costumbres; ahora quieren tener "calado", "profundidad histórica". La repelente expresión de "patrimonio cultural" connota inmediatamente la noción de "herencia"; en palabras de Chirac: "C'est un héritage que nous devons assumer tout entier". El patrimonio hereditario implica, a su vez, que las naciones son linajes; estas "naciones-linaje" -y tanto las profesas como las postulantes-, para acreditar su abolengo, su solera, y legitimar su nobleza, apelan a lo que entre los apologetas cristianos se designaba como "auctoritas uetustatis". A esta "vetustez" se remite por dos veces el "Preámbulo": "a través de los siglos", "a lo largo del tiempo", y es justamente a eso que yacería en las profundidades del ayer, pero aún palpitaría plenamente vigente en lo "tangible", a lo que, a mi entender, pretenden aludir con lo "intangible". Lo intangible goza, además, del privilegio de sustraerse a toda posible verificación táctil.
En el "rico acervo cultural" andaluz -y como en cualquier otro, por supuesto- solamente el folclore es "distintivo", pues es lo que específicamente se ha acuñado, concentrado y petrificado de una vez para siempre con esa función. Ahí es, en efecto, donde se ejerce, de manera ostensible y recurrente, el culto de la propia identidad. Así que me temo que no va a quedar lugar ni justificación posible para el segundo par de adjetivos copulados que califican "patrimonio cultural", o sea para "dinámico y cambiante", porque la autocomplacencia que comporta el culto de la "identidad" -y decirlo resulta redundante- necesita que la propia imagen sea siempre idéntica a sí misma. "Dinámico y cambiante", cualquiera que haya podido ser su génesis -ya sea la que yo he supuesto, ya sea otra-, se han quedado ahí pasmados, como una reverencia al signo de los tiempos, pero completamente fuera de lugar, junto al exacerbado, ensimismado, tradicionalismo de una gente que exige reconocerse fielmente en el espejo a cada recurrencia, que se gusta tanto a sí misma y está tan encantada de ser y de haber sido desde siempre como es que no podría dejar de cuidar escrupulosamente de que todo se repita año tras año exactamente igual.
Los redactores del "Preámbulo" se han preocupado, finalmente, de anticiparse a disipar posibles dudas u objeciones, ajustándolo todo, sin resquicio, al más plausible "como debe ser". Todo tenía que quedar repugnantemente mono. Si la "confluencia de una multiplicidad de pueblos y civilizaciones" podría hacer pensar en el surgimiento y hasta perduración de conflictos, se le sale al paso, disipando recelos y temores, con la cláusula "dando sobrado ejemplo de mestizaje humano a través de los siglos"; si "la interculturalidad de prácticas, hábitos y modos de vida" podría a su vez suscitar la imagen de separaciones o aislamientos sociales, he aquí que de nuevo se tranquiliza a los lectores con la fórmula -por otra parte sumamente misteriosa- de que esa interculturalidad "se ha expresado a lo largo del tiempo sobre una unidad de fondo que acrisola una pluralidad histórica". En mis tiempos, ante este tipo de frases en forma de atrevidos arreboles lógico-semánticos, se solía exclamar: ¡Áteme usted esa mosca por el rabo! El texto entero, en fin, confeccionado con pereza, con desinterés, y uno diría que incluso con aburrimiento y con desdén, acumulando tópicos y convencionalismos y adobándolo todo con muletillas pedagógicas y comodines moralizantes, parece puro relleno de un vacío ya innecesario por sí mismo y que, por tanto, precisamente rellenado se revela aún más positiva y manifiestamente vacío e innecesario. No sólo es "monstruoso" como pieza de literatura jurídica en sí misma, sino también por la tremenda inmoralidad que comporta el haberlo aprobado en calidad de documento público, para tirárselo a la cara a sus destinatarios, que se supone que son los andaluces.

2 comentarios:

  1. Si tú vivieras en Francia, tendrías que saber algo de francés, no??????? si lo hicieses en Inglaterra, algo de inglés, si en Alemania, algo de Alemán, y seguro que no protestarías. Si vives en Galicia, por qué no vas a tener que saber gallego, es el idioma de este pueblo y de paso también implicaría un poco de respeto por él mismo, algo de lo que parece careces.
    Y esto sin color político ninguno. No tengo fé alguna en ellos.

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  2. cooficialidad. ¿te suena? no tendría porqué aprender gallego (otra cosa es que lo haga por que le guste) lo cual es muy respetable.

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