Sobre Galicia en Cataluña

Volvía de Barcelona en un tren de cercanías y detrás de mí entró un matrimonio con un niño. Ni ellos ni yo sabíamos bien si nos habíamos subido en el tren adecuado, pero preguntando pudimos salir de dudas. El marido llevaba una camiseta con un bote de soupa de grelos (variante galaica de la famosa sopa Campbell de Warhol, un guiño postmoderno gallego al arte pop), así que le pregunté que si era gallego: resultó que era de Coruña. Yo le dije 'vivo en Santiago'.

Me he pasado todo este curso explicándole a amigos y conocidos que como estoy empadronado en Santiago soy gallego al menos desde el punto de vista legal, sin renunciar en absoluto a mi castellanidad; el 99% de la gente me niega esa condición, sobre todo porque les parezco demasiado castellano, por la forma de hablar, por la brusquedad, porque no sé gallego.

Hace pocos años se habló del 'patriotismo constitucional', una forma de pertenencia distinta de los tópicos de la sangre y la tierra, en la que entrarían todos los que se han hecho españoles en los últimos tiempos. Pero ser 'gallego constitucional' no es tan fácil.

El hijo del matrimonio coruñés, de un año o dos, hablaba -o lo intentaba- con todo el mundo: un niño muy poco gallego, si lo medimos por los parámetros de precaución y distanciamiento que se supone que caracterizan al gallego fetén. Lo que me lleva a la pregunta (retórica, estúpida) de si eso es una cuestión genética o se transmite con la educación.

Bien, disfrutemos de esta suerte de condición de apátrida regional: y qué placer estar de vuelta en Galicia, con este fresquito, con la lluvia, con un sol perezoso en pleno verano, que sólo se desmelena un poco algún día aislado.