martes, 24 de mayo de 2005

Ratzinger y yo (y II)

Cosas que me hacen cercana la figura de Benedicto XVI:
1. Describe una biblioteca como "muy bella y cuidada" (p. 112). A poca gente se le ocurriría calificar una biblioteca de bella (y no se está refiriendo a las estanterías ni al tipo de madera, sino a los libros que había allí).
2. Le gusta que las bibliotecas tengan sus colecciones completas (como a mí), con la diferencia de que en Alemania se esfuerzan por hacer bibliotecas coherentes y aquí todo se hace sin criterio, comprando sin ningún orden y dejando grandes lagunas (p. 111).
3. Sus conocimientos de latín y griego. Cuando empieza el Bachillerato Humanístico en Traunstein

el latín era la asignatura base de toda la enseñanza escolar y se estudiaba con gran severidad y rigor, cosa que luego he agradecido toda mi vida. Como teólogo no he tenido nunca dificultad para estudiar las antiguas fuentes en latín y griego y, en Roma, durante el Concilio, conseguí ambientarme en el latín teológico hablado en aquella circunstancia, pese a no haber seguido jamás cursos universitarios en esta lengua.
Rememorando aquellos años de estudio, encuentro que la formación cultural basada en el espíritu de la antigüedad griega y latina creaba una actitud espiritual que se oponía a la seducción ejercida por la ideología totalitaria.

Un año después los nazis introdujeron un bachillerato unificado: se eliminaba el griego, el latín quedaba reducido en beneficio del inglés y adquirieron gran importancia las ciencias naturales. Él se libró porque pudo seguir con el plan antiguo. No sé a qué me recuerdan estas innovaciones pedagógicas de los nazis (p. 45-6).
4. Sus problemas universitarios. Por ejemplo, sobre su habilitación (una segunda tesis necesaria para ser profesor) y la oposición que encontró en Schmaus (el gran teólogo, tan famoso que hasta me suena a mí):

con una dureza ciertamente poco habitual en un principiante, en mi texto se criticaban aquellas posiciones ya superadas [sobre el Medievo, tal como las estudiaba Schmaus, sin tener en cuenta los avances de los estudiosos franceses] y para Schmaus esto debía de haber sido verdaderamente demasiado, tanto más cuando no acababa de comprender cómo había podido yo afrontar un tema medieval sin confiarme en su guía. Al final, el ejemplar de mi libro pasado a través de su revisión estaba lleno de notas al margen, escritas en diversos colores, que ciertamente no dejaban lugar a dudas de su dureza.

A eso se añadían muchas erratas debidas a una mecanógrafa incompetente y el planteamiento de fondo, que Schmaus no veía en estas tesis, en ningún caso, una fiel interpretación del pensamiento de Buenaventura (cosa, por otra parte, de la que yo estoy todavía convencido), sino un peligroso modernismo que conduciría necesariamente hacia la subjetivación del concepto de revelación.
Obsérvese la independencia de juicio de Joseph Ratzinger, que no se rebaja a hacer la rosca al gran catedrático. Es un momento de su vida en que su carrera académica estuvo a punto de irse a pique: al final salvó la situación presentando otra vez sólo la tercera parte, casi sin correcciones. Pudo así habilitarse y a los 31 años fue llamado como catedrático a Bonn (p. 102-3).
Decía Dámaso Alonso (o dicen que decía) que no se comprende la maldad del corazón humano hasta que se conoce a un profesor universitario: aquí hay otro ejemplo en la mezquindad de Schmaus (evidentemente, con su frase Dámaso Alonso no se refería a mí).
Joseph Ratzinger, Mi vida (1927-1977), Editorial Encuentro, Madrid, 2005 (1ª ed. 1997)

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