Me ha gustado muchísimo el artículo de Jiménez Lozano de hoy:
ABC 19 de septiembre de 2004.
GRULLAS Y RASTROJOS Por JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO
POR estas fechas en que escribo, los rastrojos ya han dejado de ser dorados, o rojos si se han mirado con las últimas luces del día, que, ciertamente no tienen los dedos rosados como los del alba según dice Homero, sino más bien sanguinolentos, o de uñas pintadas; y el color rosado que extienden sobre esos rastrojos es muy subido, casi dramático como el de los troncos de los pinos, o el de una tierra arcillosa. A veces provoca este paisaje pensamientos oscuros, y se agradece que la noche se eche encima, porque, si los días son aún calurosos, resulta un refrigerio, pero, si esos atardeceres ya son fresquitos, aquélla es como terciopelo que nos echásemos sobre los hombros. Pero primero hablan, y dicen, los rastrojos.
Por estas fechas, con todavía un poco de calorina o ya con frescor, los rastrojos ya están ajados, y de un color moreno oscuro que no es el tostado, sino el del perecimiento, el que deja la vida cuando abandona a un viviente; y, si las lluvias llegan pronto y con alguna intensidad, el de la pudrición; pero de momento es el del abandono; y, mientras llegan, esos rastrojos aún pueden quemarse. Ya se hace esto con menos frecuencia que en otro tiempo, avisados como están los labradores de los inconvenientes efectos de esas quemas, aunque, diríamos que paradójicamente, arden miles de hectáreas de verdor y vida, pese a estar avisados también todos nosotros. Pero éste es otro asunto, y hace ya tiempo que no existen ni maldad ni crimen, ni respuesta a las incontestadas y quizás incontestables preguntas que suscitan.
Lo que iba a decir era que esos rastrojos quemados, cuando se trataba de grandes extensiones, dibujaban en el horizonte una maravillosa hoz de oro, que luego viraba al rojo, pero todavía con hilillos dorados, y semejaba una especie de fimbria o reborde del manto de la noche. Era, y es, un fabuloso espectáculo, y no el más pequeño de los que ofrece la naturaleza en los otoños, en esta austera tierra de Castilla, como si quisiera resarcirse de su no menor fama de ser tierra recia y hasta inhóspita, sólo vivible para místicos y ovejas, gente extraña.
Lo que pasa es que, aun sin la llamativa presencia de estos supuestos y raros habitantes, y llueva más o menos, enseguida estos rastrojos serán arados, y mostrarán el aspecto de un impresionante jardín de arena japonés, incluidas a veces las piedras que en este jardín representan islas. Y, en él, los surcos se trazan cada día y evocan el movimiento del mar, un suave oleaje; pero en las tierras aradas quedan rectos, en cualquier caso, como estelas solidificadas de barcos fantasmas, que hubieran pasado por aquí. Pero no significan nada, sólo dicen lo que son. El Maestro fray Fray Luis de León, por ejemplo, mira este paisaje, y ve que los bueyes van rompiendo los sembrados, es decir, la tierra en la que se va a sembrar; y oye que ya el ave vengadora / del Íbico navega los nublados / y con voz ronca llora. Esto es, la grulla, porque gracias a las grullas y su testimonio se descubrió al asesino del poeta Íbico; y añade: El tiempo nos convida / a los estudios nobles. Esto es, se acabaron las vacaciones, y hay que volver al tajo. ¿Cómo no nos llenaríamos de melancolía, pero cómo ésta no quedaría rota ante el reclamo del deber y del oficio?
El Maestro fray Luis, desde luego, era hombre que llevaba bastante cuesta arriba el trabajo y el inevitable tedio académicos, pero lo resolvía haciendo alguna escapadita o viajecillo, y, desde luego, dejando caer de sus manos, como él mismo decía, algún poema, y poniéndose al fin a los nobles estudios. ¿Cómo iba a poder imaginar siquiera que, en nuestro tiempo, este fin del estiaje y principios del otoño supondrían, según se dice, profundos traumas para muchas gentes ante la perspectiva de tener que volver a trabajar? Estas gentes, así golpeadas, parecen estar en la más profunda postración y desgana, y no las bastarían, para salir de ellas, aquellos polvos que al Maestro mismo le componía, en Madrigal de las Altas Torres, una monja hija de boticario y con habilidades en los mejunjes médicos, para sus melancolías y pasiones de corazón. ¿También éstas del otoño?
En un poeta como Isaías, el hebraísta fray Luis podía leer lo que sin duda también había lacerado su corazón de niño, allá, en su Belmonte natal, y seguramente siguió lacerándole en el paisaje salmantino, o de Ávila y Valladolid o Madrid, por los que tanto transitó. Es decir, que la extrema derelicción de un ser humano, o de toda un ciudad como Jerusalén, era la de quedar como cabaña en viña, como choza en melonar, cuando viña y melonar, con sus frutos ya recogidos, son una devastación de muerte, y choza y cabaña se yerguen todavía inmensamente solitarias, con una soledad solemne, en una desolación ella misma devastada. Pero cuando Munch, pongamos por caso, quiere hacernos presente esa soledad de desecho en nuestro mundo en uno de sus cuadros, echa mano de una atroz representación de una multitud que transita la calle de una gran ciudad, y los rostros de cuyos componentes son sus calaveras, porque ya no puede evocar aquella imagen de la cabaña solitaria. Como tampoco podría hacerlo un poeta de hoy, aunque no por la sociológica razón de Perogrullo de que ya no estamos en una sociedad con una presencia agrícola entitativa y determinante, sino porque nuestra relación con la naturaleza y sus representaciones intelectuales y sentimentales no son verdaderas, y ya no van más allá del ecologismo; porque ya no somos capaces de amarla, y, por eso, tampoco de un lenguaje simbólico y carnal que nombre verdaderamente, y torne presente lo nombrado. O porque, siendo cómplices de un nihilismo autosatisfecho, nada nos importa nada; ni la hermosura del mundo, ni la humana soledad inmensa que evocan la cabaña o la choza solitarias, o el grito de la grulla, ni las esferas todas de cristal de los cielos. Y, desde luego, no las víctimas humanas del horror diario, que nos explicamos, y justificamos. El horror tampoco es nada, sólo quizás la honorabilidad de los verdugos es. Felices y redondos, como vio Nietzsche a los hombres últimos, nada nos puede concernir.
La enseñanza antigua daba un gran importancia a la poesía porque aportaba el conocimiento necesario, a través del fulgor de la belleza, sobre la realidad del mundo y la frágil y perversa consistencia de la condición humana; porque, de otro modo, como decía Emerson, la mayoría de los hombres sólo se percatará de ello un cuarto de hora antes de morirse. Pero los ojos de los bueyes, el vuelo de una garza, el lamento de una grulla, la choza y la cabaña en medio de la desolación misma de un paisaje, o del ánima de los hombres, siempre dicen la verdad. Y sobre todo de las víctimas, y del amordazamiento que se hace a sus preguntas.
Quizás entonces, mientras quede algún rastrojo de hombre, ya que nosotros estamos bastante envilecidos, se citará de nuevo a las grullas, como testigos de la muerte de Íbico.
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