Había otras dos jóvenes que recuerdo, una del turno de noche que vi luego, a las seis de la mañana, gracias a una buena noche que pasé dormido, como una bola verde, porque verde tenía la redecilla del pelo y también verde la mascarilla verde; estuvo una noche y solo me acuerdo de ese borrón verde. La tengo asociada a otro momento de despiste, de los típicos en esos primeros momentos postsedación: me desperté pensando que se había muerto la señora de al lado, doña Teresa (y no, que luego hasta salió de la UCI también) y además me imaginaba que era la suegra de un amigo mío que vive en Madrid. En aquel desparrame mental, resultaba que eran todos hinduístas y hacían el funeral justo frente a mi cama, con unas luces que luego descubrí que en realidad eran de las rendijas de unas persianas que había enfrente.
Otra enfermera más me vino a la memoria: simplemente me acordé de que contó que empezó Veterinaria y que lo dejó. Me llamaba la atención porque se atrevía a contradecir la opinión dominante del coro de enfermeras.
La última que recuerdo es Raquel, a la que asocio con la palabra «sororidad», aunque quizá también en eso todo sea un puro desparrame mental mío. Lo que sí sé con certeza es que Raquel buscó un teléfono para que yo pudiera hablar con mi madre. Se empeñó, consiguió que mis hermanas contestaran a aquel número raro que les aparecía y al final pude decirle a ellas y a mi madre, con una voz que resultó aceptable después de dos intubaciones y dos extubaciones, que las quería muchísimo, seis días después de haber desaparecido del mundo de los conscientes.
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