lunes, 22 de febrero de 2016

Léxico familiar otra vez

Me he vuelto a leer, por vez número no sé cuántas*, Lexico familiar, de Natalia Ginzburg. Creo que esta lo he disfrutado más que nunca y mira que he disfrutado yo con ese libro, aparte de las carcajadas cada dos páginas. Está, sin duda, en mi top 10 total. Digo más: si me preguntasen qué libro de Literatura italiana me llevaría a una isla desierta, sería ese (estoy atascado en medio del Purgatorio de Dante, qué mal).
Me preguntaba estos días por qué. Una clave es, creo, que los protagonistas, sus padres, son unos personajes grandiosos: en cierto modo monolíticos (el padre testarudo, intolerante y a pesar de todo muy querible, la madre con sus cosas de niña y su optimismo) y a la vez con múltiples facetas.
Me sigue impresionando lo verdadero que es todo. Quizá aparezca en unos años -hay mucho destrozamitos desaprensivo- un libro que diga que todo en este libro es mentira, pero yo le creo a Natalia lo que me cuente, así de rendido estoy a su modo de escribir. Al principio afirma ella que todo lo que dice en ese libro es verdad: yo la creo porque me da la gana creerla y porque me convence gracias al trabajo que hace con su escritura. No sabría explicarlo mejor.

Voy a poner un ejemplo contrario: Matar un ruiseñor, de Harper Lee (q.e.p.d). La novela la leí con veinte años y me pareció una mierda. La película, en cambio, me gustó mucho. Pero la volví a ver y ya no me gustó tanto. Entre medias, había leído a Flannery O'Connor, que comentó de ese libro que era «para niños». Y no puede tener más razón: en aras de lo bondadoso, se recorta el perfil de los problemas y se da una solución  que parece políticamente deseable, pero en realidad es muy mentirosa. Os lo voy a resumir: blanco con ejemplaridad pública bueno, basura blanca mala, negros buenos pero coitadiños, la justicia ex machina para solucionar los problemas irresolubles. Cualquier cuento de Flannery es justamente lo contrario: mostrar lo que hay. Por eso quizá por ejemplo en mi Universidad tienden a no ponerla como lectura obligatoria, porque «es muy difícil» para los alumnos.

El otro día escribía Gregorio Luri: «Hay que asumirlo: el fin de la pedagogía, tal como es concebida actualmente, es ocultarle la realidad al niño».
Por eso Matar un ruiseñor triunfa en las escuelas.

*En 2007 ya me la había leído por quinta o sexta vez.

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