Y yo, que soy tan anti-ludita, tan anti-felices-aldeas-primigenias-solo-con-trueque, no puedo menos que echar la carcajada ante eso de «los simpáticos aldeanitos de la intrahistoria»:
Acabáramos. O sea, que todo consistía en eso, en el lugar común del modernismo. Las masas lo invaden todo. Las masas mandan. El hombre-masa de Ortega, la pesadilla sin ideas ni ideales. La Bestia de Yeats que se arrastra hacia Belén, los indefinidos monstruos de Lovecraft, las visiones terroríficas de Wyndham Lewis, de Eliot, de Canetti. La masa ciega, sin instinto ni tradición, en la que las grandes ciudades mecánicas han transformado a los simpáticos aldeanitos de la intrahistoria. Las respuestas de Unamuno a Knickerbocker componen un texto canónico del modernismo. Ahí está la tópica de toda la reacción modernista a la modernidad, el odio a la gran ciudad, con su correlativa (y tácita) apuesta por las ciudades muertas. Puro 98. El horror a las masas, la explicación en clave psiquiátrica de la violencia social. Pura generación de 1914. Incluso la invitación al suicidio que dirige a Azaña se compadece estupendamente con la estética de la crueldad difundida por las vanguardias de entreguerras. Puro dadá, puro surrealismo.
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