miércoles, 24 de octubre de 2012

Melancólica visita a El Prado (1 de 2)

Iba relamiéndome ante la mañana que esperaba pasar en El Prado. Y llegué a las diez y ya había cola (que cobren 30 euros la entrada, pensé, y que sigan dejándome a mí entrar gratis: sí, ahí se notan mis pulsiones dictatoriales, que tanto intento tapar aquí).
Y entré -error- por la puerta de Jerónimos, porque di en la pintura del XIX, que me interesó mucho (y eso que todavía no se había abierto la exposición próxima de Martín Rico, del que tengo un vago recuerdo pero muy bueno), pero que marcó la pauta de la mañana.
Primero me di con una pequeña exposición de pintura histórica religiosa, muy bien, sí [aquí un vídeo muy bueno], aunque me descolocó el Tobías y el ángel de Rosales. No supe qué hacer con ese cuadro y el otro de Rosales: y tenía en la cabeza los elogios que le hizo Ramón Gaya, que a mí me importan mucho.

Pasé rápido por Sorolla (aunque luego me llamó la atencíón una Santa en oración que le da mil vueltas a Klimt), un poco más despacio por Beruete, y me quedé parado largo rato ante el fusilamiento de Torrijos. Estuve fijándome en las caras de los que van a ser fusilados, en los capuchinos que les tapan los ojos, en esa iglesia de espaldas al fondo, en los excelentes escorzos de los muertos en primer plano, en el hombre de la barretina, en los dos que se abrazan, en la mano que se ve abajo, junto al sombrero, recortada ¿con mirada fotográfica?, en la mirada de los soldados que van a fusilarlos.
Y la de detalles que podría poneros si me hubiesen dejado hacer fotos (me dijo la señora que con la de veces que le hacían fotos con flash a las Meninas aquello había que solucionarlo; y lo solucionaron a la española: prohibición total).
Un grandísimo cuadro, lleno de carga política, sí: podrían verlo todos los que se reclamen de esa línea política, a ver si tienen esa altura de miras y conseguimos superar a ese monstruo que tanto hizo por destrozar España (sí, me refiero a aquel tipejo que se hizo famoso por la zeta).

Pero detrás de mí un señor le explicaba a voz en grito a un matrimonio yanqui otro cuadro. Yo les echaba miradas asesinas -mientras intentaba concentrarme en entender España- y solo la mujer se dio cuenta (sacad la moraleja que queráis). Al final tuve que pedir silencio, pero ya me lo habían estropeado un poco: el señor me dijo que ante las Meninas el ruido que había era todavía peor (lo dijo para excusarse). Ya digo: 50 euros por entrar al Prado. O mejor, que me dejen a mí solo a mi placer, pensando en lo excelente y profundo que soy mientras contemplo pintura de fondo político.

Y me apunté también a Serafín Avendaño (un paisaje de Tiglieto) y los grandes cuadros de Carlos de Haes (y sus cuadritos), y la maestría de Raimundo de Madrazo y la delicadeza de los cuadros de marroquíes de Fortuny, y un retrato de un niño de Victor Manzano, y la Venus de Esquivel.
Y la Juana la Loca de Pradilla y el Testamento de Isabel la Católica de Rosales.

Y La muerte de Lucrecia de Rosales, esa fue la segunda vez que me quedé descolocado. No, no se puede decir que me gustase. Pero había leído tanto a Gaya sobre ese cuadro, sobre ese brazo de Lucrecia muerto. Vi claro que ahí estaba ya por ejemplo Gutiérrez Solana y mucho arte del siglo XX, pero no sé si eso me consoló.

Pero mañana sigo.

1 comentario:

  1. Muy interesante tus reflexiones sobre el Prado, como siempre.
    La comparación de la santa y de Klimt muy buena.También me consuela el que no sea sólo yo el que abomine de la gente, injustamente, pues somos tan gente como los demás. Y me pregunto, porqué te descolocó el cuadro de Tobías y el ángel. Lo de la melancolía espero a enterarme en la segunda parte, que a su vez espero con interés.

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