miércoles, 7 de marzo de 2012

Arturo León

Un amigo de Valladolid me contestó ayer a un correo mío con la noticia de la muerte de Arturo León, ya muy mayor, ochenta y tantos años.
Era rechoncho, pelo rizado, pantalones subidos sobre la tripa a lo Obélix. Coincidimos varios años viviendo en un centro del Opus Dei, yo estaba todavía haciendo la tesis y él llevaba la empresa familiar, unos saltos de agua que daban luz a algunos pueblos de Palencia. Se pasaba el día en el coche; como yo ahora, prefería conducir a ir andando.
A mí me dio algunas clases prácticas de conducir, porque yo llevaba varios años sin tocar el coche, casi desde que me saqué el carné. No sé cómo no me mandó a tomar viento la primera clase. Un consejo que me quedó grabado: no hay que tener pereza para cambiar de marchas.
Contaba que de pequeño jugaban con zancos en el colegio de Lourdes, de los hermanos de la Salle, donde estaba aquella águila en la jaula del patio.
Una vez, no sé cómo surgió la cosa, acabamos él y yo una tarde en las atracciones de feria: y nos montamos en los coches de choque –era un grandísimo conductor: dominio, control y suavidad- y en la noria. Lo pasamos muy bien; decía: hace 50 años que no venía a esto.
Le gustaban las películas del Oeste y toda película con buenos-buenos y malos-malos. Las grababa en vídeo mientras las veía y luego nos las ponía y las veía otra vez, porque pasadas unas horas no se acordaba ya de nada de la trama.
Rezaba mucho el rosario y muchos rosarios.
Su excursión favorita era ir con otro al monte, quedarse a media ladera y cocinar unos huevos fritos.
Cuando estuve en Valladolid hace cuatro años fui a hacerle una visita. Estaba muy contento porque acababa de hacer un viaje a Polonia y le había conmovido la piedad de la gente en las iglesias.
Las últimos años presidía la Fundación Schola, que ha hecho cosas muy buenas en Valladolid.
Arturo, a ver si echas una mano desde allá arriba.

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