En la iglesia de san Clemente (la de veces que está ese santo romano por la República Checa -desde abril sé por qué), está la sede de los católicos de rito oriental.
Fui allí, claro, a revivir algunos de los recuerdos de Bratislava (aunque no le llegó a la altura la música: mi amigo el cantor eslovaco cantaba muchísimo mejor).
A mi lado tenía a una señora -vamos a decir de mi edad-, con un pañuelo en la cabeza, que estaba totalmente concentrada, con la mirada hacia adelante y hacia su interior; cada poco, cuando correspondía, se santiguaba y a la vez hacía una profunda inclinación de cabeza, y con enorme piedad.
No sé si estuvo bien, pero conté las veces que se santiguó (ella y todo el mundo) en aquella liturgia: 30, nada menos, y en menos de una hora. Yo al principio me santiguaba a la latina pero luego empecé a hacerlo como ellos, con la mano izquierda y juntando tres dedos: la primera en la frente, pero la segunda en el hombro derecho y luego en el izquierdo y acabando en el centro del pecho, todo esto inclinando cada vez el cuerpo hacia delante.
La celebración era toda cantada, salvo la homilía. Yo estaba muy a gusto, aunque no entendía ni patata: la ritualidad, digo yo, el arcano quizá, el exotismo, puede ser.
Al salir vi que tenían puesta una foto del obispo con el papa y me paré a mirar. Se me acercó un hombre que me dijo:
-Lenin, Stalin -y me quedé mirándole, sin saber si esperar un mitin o una proclama-.
-Lenin, Stalin -se puso las manos detrás de la espalda, imitando cómo las tenía yo puestas en ese momento; y luego cruzó las manos por delante y dijo: -Christus.
Y entonces lo entendí: me había pasado la Misa con los brazos a la espalda (menos mal que ni se me ocurrió cruzarlos, a la hispánica: hubieran pensado que era masón) y eso, estar con las manos a la espalda, en la República Checa lo hacían los comunistas, no los católicos. Por eso están todos en misa con los brazos extendidos, unidas las manos por delante e incluso con las manos juntas a la altura del pecho, como nuestros niños de primera comunión.
Fui allí, claro, a revivir algunos de los recuerdos de Bratislava (aunque no le llegó a la altura la música: mi amigo el cantor eslovaco cantaba muchísimo mejor).
A mi lado tenía a una señora -vamos a decir de mi edad-, con un pañuelo en la cabeza, que estaba totalmente concentrada, con la mirada hacia adelante y hacia su interior; cada poco, cuando correspondía, se santiguaba y a la vez hacía una profunda inclinación de cabeza, y con enorme piedad.
No sé si estuvo bien, pero conté las veces que se santiguó (ella y todo el mundo) en aquella liturgia: 30, nada menos, y en menos de una hora. Yo al principio me santiguaba a la latina pero luego empecé a hacerlo como ellos, con la mano izquierda y juntando tres dedos: la primera en la frente, pero la segunda en el hombro derecho y luego en el izquierdo y acabando en el centro del pecho, todo esto inclinando cada vez el cuerpo hacia delante.
La celebración era toda cantada, salvo la homilía. Yo estaba muy a gusto, aunque no entendía ni patata: la ritualidad, digo yo, el arcano quizá, el exotismo, puede ser.
Al salir vi que tenían puesta una foto del obispo con el papa y me paré a mirar. Se me acercó un hombre que me dijo:
-Lenin, Stalin -y me quedé mirándole, sin saber si esperar un mitin o una proclama-.
-Lenin, Stalin -se puso las manos detrás de la espalda, imitando cómo las tenía yo puestas en ese momento; y luego cruzó las manos por delante y dijo: -Christus.
Y entonces lo entendí: me había pasado la Misa con los brazos a la espalda (menos mal que ni se me ocurrió cruzarlos, a la hispánica: hubieran pensado que era masón) y eso, estar con las manos a la espalda, en la República Checa lo hacían los comunistas, no los católicos. Por eso están todos en misa con los brazos extendidos, unidas las manos por delante e incluso con las manos juntas a la altura del pecho, como nuestros niños de primera comunión.
¡Qué bonito! Lo que tenemos que aprender...a recuperar.
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