martes, 27 de enero de 2009

Lucerna lucens in caliginoso loco

Los setenta y dos (...) son enviados "como los corderos entre los lobos". (...) Las palabras que prenuncian la misión de los apóstoles nos dan la impresión de que esta misión es algo muy frágil, algo extremadamente valioso enviado a un mundo hostil y de lo cual depende la salvación de los hombres. Es probable que esta simiente sea maltratada. Con todo, es de suma importancia que sea aceptada y llegue a ser fecunda. Hemos de hacer nuestro este misterio tan profundo. Dios es todopoderoso. Su poder no está separado de su sabiduría, ambos forman una perfecta unidad. Dios es la verdad. Si esta Verdad infinita de Dios habla, parece que ha de imponerse vigorosamente a todo el mundo. El poder de la verdad, que revestimos de la metáfora "luz", debería iluminar el espíritu como el sol alumbra la tierra envuelta en sombra. ¿Cómo es posible, pues, que las misiones hayan sido tan mal recibidas?
Parece que Dios al entrar en el mundo haya querido renunciar a su poder, que su verdad haya depuesto su esencia categórica ante las puertas del mundo, para entrar en él bajo una forma que permita al hombre cerrarse a ella. La verdad divina, renunciando a su infinita luminosidad, ha querido envolverse de oscuridad para que el hombre pueda afirmarse a sí mismo ante ella y rechazarla... Conforme a la voluntad del Creador, acaso sea la debilidad de la criatura misma la que reduce el poder de Dios. Para sentir una fuerza que se acerca, ¿no es preciso tal vez ser fuerte también? ¿No es más profunda la emoción producida por una vigorosa personalidad o un acontecimiento importante si somos fuertes? La debilidad del que recibe una impresión, debilita y limita la personalidad del que la produce. ¿Cuál no es el júbilo de un hombre fuerte al hallar a otra persona fuerte también? Tal vez sea, pues, precisamente la debilidad del hombre la que "debilita" a Dios. Y no es sólo la limitación del hombre, sino también su pecado, su incoherencia interior, su alejamiento del bien, su oposición. La verdad que se revela necesita buena voluntad y docilidad por parte de quien escucha. La santidad que dirige su exigencia a una persona llamada presupone en ella un corazón bien dispuesto. Al faltar todo esto, la verdad queda encadenada, la luz detenida, la brasa de amor cubierta de ceniza.
Así resulta posible la libertad de opción ante Dios, la posibilidad de decidirse contra Dios, hechos necesarios, aunque monstruosos. En consecuencia, creer no es querer sencillamente la verdad divina, sino escuchar la voz que emana precisamente de la "debilidad" de Dios.
Romano Guardini, El Señor, Rialp, Madrid, 1958 (3ª ed.), I, p. 217-8

3 comentarios:

  1. Precioso. Una fe obligada, no libre, sería indigna de Dios y del hombre. Ya no sería fe, sino automatismo.

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  2. Y una fe convencida por una grandeza ostensible, o seducida por una belleza manifiesta, tampoco sería de mucho mérito. Tiene sentido (Chema)

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  3. Una tópico interesante, una variable muy original para enriquecer nuestro conocimiento del misterio de la libertad humana. Gracias.

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