Un señor mayor se sentó a mi altura en el tren, al otro lado del pasillo. Era bajito, de buen color y con esa serenidad de toda una generación que ha sufrido, que ha trabajado y que ve las cosas venir sin aspavientos.
Como es también normal en la generación de mi padre, al minuto dos estaba plácidamente dormido.
Cuando se despertó, pasado Monforte (se evitó ver la desfeita urbanística por dos veces, porque ahí el tren llega, para un cuarto de hora y cambia de dirección: otra parada en ese viaje eterno), se dio a comer: sacó un trozo de pan, un chorizo y con una navaja iba cortando trocitos. Yo me puse muy contento de ver aquello, como que se me permitiera volver al pasado, aunque sólo fuera con una escena así, que vi tantas veces cuando era pequeño: esos trocitos de chorizo cortados despacio sobre el pan, saboreando la operación (y el chorizo, que tenía buena pinta).
Luego sacó del macuto, lleno de cosas envueltas en bolsas de plástico, una botella de agua de dos litros (a esas alturas yo esperaba una bota o un porrón, pero bueno) y un catálogo de supermercados Froiz, de esos con fotos pequeñas de los productos y los precios al lado. Durante un buen rato se dedicó a mirar con detenimiento las ofertas.
Mientras me llegaban del asiento de delante olores de plátano y naranja, yo daba buena cuenta de unos bocadillos, pero no le quitaba ojo al hombre, para poder contarlo aquí. Y llegó el momento cumbre: el hombre sacó de la bolsa esta vez Atalaya, la revista de los testigos de Jehová. Eso sí que no me lo esperaba en absoluto. El hombre se puso a leerla despacio, moviendo los labios, silabeando en bajo lo que leía.
Cerca de León, la mítica frase que recuerdan todos los que han ido en este tren:
Mantecadas [de Astorga], hojaldres!
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