Tenía que asistir a un funeral en una aldea perdida entre Santiago y Lugo y, como era de prever, me perdí: no vi el minicartel con el desvío. Como me dijo una vez en Malpica un paisano: no ponemos carteles porque nosotros ya sabemos dónde está todo.
Llegué media hora tarde y me crucé con gente que se iba, entre ellos varios profesores de un Departamento de la Facultad (premio para el que acierte cuál); pensé: por lo menos daré el pésame a la persona por la que he venido.
En realidad, el funeral estaba empezando. Yo me quedé en el umbral de la puerta, porque la iglesita estaba repleta, con la mitad de la gente fuera, supongo que aliviados por no tener que asistir a una Misa.
Llegó la comunión, y tuve que meterme por una puerta lateral, dando el cante, para comulgar: no sé si daría testimonio, pero lo que sí sé es que me daba mil patadas montar ese espectáculo. Todos los que me conocían allí sabían que soy católico, pero ¡tener que entrar dando codazos para llegar in extremis a la mínima fila que se hizo! Preferiría ser devorado por las fieras en el Circo Romano, así al menos me iría derecho al cielo (la frase del cuento de Flannery: no podía ser nunca una santa, pero pensaba que podría ser una mártir si la mataban rápido).
Allí pude ver que la iglesia era una suma de horrores, salvo dos capiteles que habían resistido toda la caspa secular que se les echó encima. Había una lámpara de salón de casa pequeñoburguesa en el centro, junto a dos lámparas antiguas que se movían con poleas y que habrían sido lámparas de aceite, el púlpito se había conservado al lado de una foto de la Virgen del Pilar y una cruz de la misión de los Redentoristas del año de la polca. En realidad, parecía que simplemente nadie se había preocupado de quitar nada. El techo estaba pintado de azul beata. Todas las imágenes eran argumentos en favor de la iconoclastia.
Siete u ocho curas. Monición o fervorín de uno de ellos: Nos apuntamos a la esperanza. Y yo pensaba lo difícil que debe de ser ser cura en un sitio así.
Salimos. Entierro en un nicho, como es típico aquí. No me gustan los nichos, me parecen entierros industriales, no puedo evitarlo.
Me fui. En un cruce, una indicación con dos carteles, uno encima y otro debajo, que supongo que llevarían a dos aldeítas; prometo que es verdad; ponían Coito y Barriga.
En mi coche se había debido de restregar una vaca, porque estaba lleno de mierda en un lado.
Y en el camino las mimosas a reventar de flores, esos árboles invasores que tanto me gustan.
Fue todo menos anodino, el entierro, ¿no?
ResponderEliminarUn abrazo