Un relato breve de J. A. Ramírez Lozano, del libro Titirimundi (1986)
Manolito Matías, el hijo de la Sebia, sólo podía pensar cosas pequeñitas. Ya de niño, lo quitó su madre de la escuela porque le hacían imaginar la bola del mundo o el golfo de Vizcaya o la Giralda, que resultaban, a decir verdad, cosas desmesuradas para su cabeza. Y es que a Manolito Matías todo lo que pensaba se le venía a la cabeza sin más. Ya me dirán, pues, ustedes, las complicaciones que trae un don como el suyo. A la Sebia le tenía dicho don Rosendo, el médico, que debía andarse con cuidadito y hacer que el niño fuese pensando migajitas de pan, cabezas de alfiler, hasta que se hiciera con otras de más peso y volumen.
—Manolito, tentábanle desaprensivos los muchachos, imagínate el reloj del Cabildo, Manolito.
Y Manolito Matías se tambaleaba según le daban las siete y media en su cabezota de espadaña.
—¡La leche que mamasteis, so cabrones! -gritábales desde el postiguillo la Sebia, su madre, según los miraba perderse por la calleja.
—Manolito, anda, ínflame ese globo, Manolito.
Y Manolito daba en inflar hasta que se le ponía la cabeza de a cuarta, transparente como para vérsele a su través las puntitas, llaveros y chapas que ansiaba.
Al cabo los muchachos acababan por arrimarle una cerilla y explotársela sin más, repartiéndose sus pensamientos como calderilla.
—Si serán cabrones, se le quejaba la Sebia al cabo en el cuartelillo.
Pero con todo, fue Manolito quien vino a reír el último, que un primo suyo apellidado Gago, estudiante de aparejador, venido de Sevilla para las pascuas, le aconsejó muy cartesianamente pensar agujeros.
—Sí, sí, agujeros, tal y como te lo digo, primo.
Todo el día gastábalo en tal ejercicio. Pensaba inmensos ojos de puentes, esponjas, cúpulas, cuarteles deshabitados, nichos, hasta que de allí a un mes escaso, por más que le dijesen, todo le cupo ya a Manolito.
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