jueves, 7 de octubre de 2004

Ernesto

Recuerdo con vergüenza cuando Javi y yo le hicimos creer que se habí­a muerto un perro suyo. Era hemofí­lico, tení­a un aparato ortopédico en una pierna y dificultades serias de aprendizaje, lo que no le impedí­a ir corriendo por las calles y tener una vida (creo) feliz. Nos asustamos mucho una vez que se hizo una pequeña herida, porque lo que era normal en nosotros -siempre heridas en las piernas- era un peligro cierto de muerte para él. A los pocos años, cuando nos habí­amos ido del pueblo, nos enteramos de que se había muerto por una transfusión en mal estado: él, que no dejó de ser un niño inocente, murió de sida. Ayer me acordé de él.

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