lunes, 12 de octubre de 2020

Un artículo sobre José Jiménez Lozano

Al hilo de lo que estuve mirando en mi reseña/cabreo del libro de Ignacio Peyró, he rescatado este artículo que salió publicado en 2013 en Suma Cultural, porque no parece que ya esté en línea. Aquí lo dejo, en su menesterosidad. A mí, releído, me ha gustado:

José Jiménez Lozano, por amor al arte

Ángel Ruiz

Primero, me pondré la venda: en esto del arte soy –ya me parece mucho- un amateur. Por eso, no voy a poder hacerle justicia a la visión del arte de José Jiménez Lozano; y como ni en mil años llegaría a creador (como mucho, a crítico, uno de esos que «entienden de lo que no comprenden», en frase dolorosamente certera de Ramón Gaya), tampoco por la vía de la afinidad –en cualquiera de las artes- iba a conseguir llegar al núcleo tan valioso de su visión del arte.

Al menos sí que puedo dar un consejo: Retratos y naturalezas muertas, del año 2000, es su libro sobre arte que prefiero, la culminación por ahora de un interés sostenido, que coronaba otros logros admirables previos, bien tangibles por lo demás; en buena parte gracias a él surgió el proyecto de Las Edades del Hombre, en torno al arte de las diócesis de Castilla y León. Quedan para la memoria una serie de exposiciones y algunas publicaciones memorables, especialmente su libro Los ojos del icono, de 1988, la guía de referencia de todo el proyecto, y Estampas y memorias, de 1990, para el que escribió un grandioso texto liminar. Aquello fue mucho más que una exposición de arte religioso siendo solo eso; más adelante explicó él que «nunca quisimos otra cosa que mostrar cosas hermosas» y a fe que lo lograron. Ya había dicho antes que «la pretensión espontánea de belleza (…) es la única razón de ser y la única ética de una pintura» (Los ojos del icono, 33), pero qué emocionante fue aquella primera exposición en la Catedral de Valladolid, quizá por eso mismo: porque no se instrumentalizaba el arte por la vía de las buenas intenciones, al fin y al cabo secundarias respecto a lo primero en el orden de la creación, el bien de la obra de arte en sí misma, algo que no se cansó de recordar su muy querida Flannery O'Connor. Por otro lado, a las críticas de Port-Royal al arte como engaño contra la verdad, les contesta: «yo soy más papista, lo que quiere decir, naturalmente, más griego, y que la belleza no es para mí, entonces un artificio, sino un trascendental del ser al igual que la verdad y la bondad. La belleza no es un instrumento o artificio para deleitar o embellecer y de este modo hacer bello lo que no es. Porque lo que no es no es, y no hay que dar la sensación de que es con cosméticos de ninguna clase, y en este sentido sí recojo con mucho gusto las advertencias de Port-Royal» (Retratos, 91).

Seguramente él nunca se haya planteado decir palabras definitivas sobre arte. Pero así es como las dice: recordando las limitaciones de este, por más que algunas veces bien que nos ayude y consuele el arte entre las dificultades de este camino de la vida. La suya es una mirada atenta, contemplativa y apreciativa, llena de comprensión a todo lo que el hombre ha querido crear. «Nada», repetía san Juan de la Cruz, pero repitiendo esas «nadas» en un emocionante dibujo esquemático que nos recuerda repetidamente Jiménez Lozano para que comprendamos la paradoja. Es esa misma aparente contradicción que san Bernardo intentó conjurar despojando al Císter de decoración «y quizá así le parece que ha conjurado a esa belleza, pero en realidad lo que ha hecho ha sido alcanzar la más alta y la más pura estética». Quedan solo los muros de piedra: «y los monjes tratarán a estas piedras como reliquias; no porque sean sagradas, sino porque son hermosas y llevan, además, en ellas las huellas del trabajo humano (Los ojos del icono, 32). A veces, al final se encuentra la belleza, pero la estética no es el fin y por eso hay que renunciar a centrarse en ella, para que quede la verdad, que es, paradójicamente, bella.

Y así ocurre con las imágenes, los «iconos» que tan magistralmente trató en sus libros de finales de los años ochenta: «El relato que nos hace el icono paraliza la historia entera y torna ceniza al mundo y a sus poderes –"como si no hubiera mundo", decía Teresa de Ávila- cuando ponemos los ojos sobre esos otros ojos, unas manos, un llanto, una sonrisa, una llaga, un ángel, una partera, un niño, un verdugo, un pez, un perro, un asno o la ballena Leviathan. La historia entera se relativiza y se desquicia: vemos la trama de la mentira y sufrimiento sobre la que está construida y de la que se alimenta; y vemos también lo que debería y debe ser antes de que acabe en catástrofe. Con toda claridad lo vemos: como a la luz de la candela que hacía traslúcidas, cual si fueran de alabastro rojo, nuestras manos infantiles. Y entonces, esperamos. Porque este es el poder y la gloria del icono» (Estampas y memorias 38-39).

Y aquí aparece la luz de la candela, imagen central en toda su obra. Donde otros buscan tenebrismo o efectos de luz, él ve recuerdos de niñez, la mirada cercana a lo iluminado precariamente, las caras con fiebre y miedo y la palidez de los círculos rojos en las mejillas. Pero no es sentimentalista de la infancia; menos de la patria, pequeña o grande: su Guía espiritual de Castilla, de 1984, el otro libro que hay que recordar aquí como fundamental para su visión del arte, no es una glorificación ni del pasado ni de lo local ni de lo propio. Es reflexión sobre el dolor acumulado en siglos: judíos y criptojudíos, mudéjares (sus edificios de ladrillo entre Valladolid y Ávila son su mundo de niño), cristianos nuevos, todas las pobres gentes que dejan a veces solo el recuerdo de unas lozas con una línea azul sencilla, o una pared de adobe en un suelo de tierra. La huella del arte en lo pequeño. Pero eso mismo lo busca en las cajas de Cornell, en todo Georges de la Tour, por las estancias holandesas de Pieter de Hooch, y nos hace sentirnos a gusto –quién nos lo iba a decir- en Port-Royal y allí nos pasmamos de la serenidad que trasluce un exvoto de Philippe de Champaigne. Nos hace fijarnos en Gerrit Dou o en Paul Klee, en las iglesias vacías de Saerendam, en un cuadro sobre Judith en el que nos descubre el drama de dolor de su autora, Artemisia Gentileschi. O nos señala los pájaros del cuadro de los cazadores en la nieve de Brueghel el Viejo. Y volvemos a san Baudelio de Berlanga y a Santiago de Peñalba y a las ilustraciones de los Beatos milenaristas. Y las celdas de los carmelos teresianos, pura sobriedad, y los castillos interiores de costosísimos materiales preciosos que describe –otra paradoja- la propia santa.

Son caminos los suyos no seguidos por el gusto dominante y menos por las modas de círculos buscadamente minoritarios y exquisitos. La suya es una «conciencia de soledad, de marginalidad producida por el hecho de que mi universo, mi visión del mundo y mi mirada sobre él son diferentes y quizás demasiado singulares; mis intereses intelectuales distintos, mi concepción estética, mi tradición y mi familia espiritual extrañas a la cultura española convencional, y también anacrónica o pura alteridad respecto al "espíritu del tiempo" y la modernidad y postmodernidad triunfantes» (Unas cuantas confidencias, 1993, 23).

Ante el peligro de esas tormentas cíclicas del gusto que parecen conseguir imponerse, «los alejandrinismos, las diversiones o masoquismos barrocos» y que especialmente en nuestro mundo corremos el peligro cierto de que se conviertan en «un gran pedrisco en mayo, habrá que meter los tiestos a cubierto: Spinoza, Kierkegaard, Juan de la Cruz, Hegel, Simone Weil, Melville, Flannery O'Connor y los otros» (Unas cuantas confidencias, 27). En literatura tenemos refugios así; también el arte nos lleva al principio: «la experiencia estética en sí misma: no un láudano para olvidar, ni retórica que embellezca, o falsee, o evada la realidad, sino una necesidad humana elemental» (Los ojos del icono, 29). Ni engaño, pues, ni droga, ni adornos: la atención –mucho habló de ello Simone Weil- es una necesidad humana básica, «aguzar la mirada humana sobre el mundo e irse librando de todo lo que se interpone entre ambos», incluyendo ahí «nuestra propia sensibilidad estética» por refinada que sea: «la belleza es de un instante. A los hombres no se nos ofrece otra belleza u otra posibilidad de captarla más que en un instante. Y todos buscamos su permanencia» (Unas cuantas confidencias, 14).

Otro peligro sería, huyendo del sentimentalismo, correr lejos del sentimiento: «se tiene la sensación de que solamente la dulzura que emana de ciertas Vírgenes románicas o góticas, de grandes ojos y encantadora sonrisa, ha sostenido a los hombres de la cristiandad occidental en esa larga noche infernal». Se está refiriendo a la crisis en torno a la Peste Negra, pero también pone de ejemplo a fray Luis en la cárcel, que «no encuentra en su acerbo encierro inquisitorial de Valladolid otro consuelo o asidero para soportar su vida que recurrir a la figura de la Virgen en unos espléndidos versos» (Los ojos del icono 77-78).

Anhelo de verdad, conciencia de fugacidad pero a la vez del consuelo verdadero que tienen las cosas, aprender a mirar con ojos atentos. Quizá estas sean claves para intentar precisar cómo considera José Jiménez Lozano el arte. Explícitamente lo dice en una definición que hace de «una teoría de la literatura: sólo lo que es lejano o débil es importante, sólo lo que es pobre o frágil es hermoso, y la extrema belleza nunca es obvia, ni fulgura» (Unas cuantas confidencias, 33).

Todo ello está en Retratos y naturalezas muertas, el libro de arte de Jiménez Lozano que me atreví a recomendar especialmente, así como en ficción guardo un recuerdo especial de El mudejarillo o Los grandes relatos, o como elogié repetidamente su biografía de fray Luis de León o, de entre sus Diarios, Loscuadernos de letra pequeña. Y en poesía, todo (y por fortuna ahora tenemos al alcance de la mano, en una excelente selección, la antología El precio). En este Retratos llega a una serenidad quizá lograda por el recurso al diálogo, un diálogo consigo mismo, interior pero pacífico, que es meditación a partir de lo mejor de la Francia del siglo XVII: los Pensamientos de Pascal, las pinturas de Philippe de Champaigne, los cuadros de Georges de la Tour, por ejemplo la Magdalena Terf, de la que había escrito un poema que comienza así: «La lamparilla, el libro, / la mano en la mejilla, pensarosa; / la redondez de la rodilla tan rotunda, / tan leve la del vientre, y la otra mano / sobre la calavera en su regazo» (El tiempo de Eurídice, de 1996). A propósito de ese cuadro recoge lo que dice Pascal Quignard de que la obra de este pintor se resume en «confrontar al hombre consigo mismo con ayuda de una llama». Y a ese propósito, escribe este texto admirable sobre lo que era la luz de la candela en su infancia: «Los niños (...) acercaban sus manos a la llama, y éstas se volvían rojas y traslúcidas, dejaban ver el armazón de sus huesos; los rostros de las muchachas se sofocaban como sólo el amor podría colorearlos más tarde, y de bien distinto modo, aunque no menos hermoso que como el aire helado del invierno ponía rojo en sus mejillas extendiendo la palidez en torno» (Retratos, 16).

El arte es la luz y el calor de una candela. Hasta de las Meninas lo que importa al final es que la princesa protagonista murió. Y el arte es camino. Dos poemas de Elegías menores, de 2002, lo explican mejor:

 

Las meninas

Le dijiste al crítico de arte:

Está bien su explicación, pero

yo sólo vengo a ver a María Bárbola,

a Nicolasillo Pertusato, al perro,

y a ver abrir la puerta al Intendente Nieto.

Te callaste

que en aquella habitación no se respira;

la Princesita bebe agua ¡Pobre!

¿Y si me preguntase?

Yo he visto su sepulcro en Viena.

 

Oficio matutino

La pobre mujeruca, anciana,

pisada como aceituna en la almazara de la vida,

con sus duras arrugas en el rostro,

sus sarmentosas manos, lentos

y aguzados, al mirar, sus ojos,

acude con el alba a la iglesita,

pintada y de brillantes cristaleras.

Y allí mira a los santos en derredor de Cristo

caballeros y reyes, obispos con sus vestiduras refulgentes,

filósofos, y el último, con su mano en el rostro,

sentado en su silla de oro, está Agustín:

luego hay un príncipe, una dama

con su armiño, y ángeles y arcángeles

y su propia silla –la de la mujeruca-, allí junto,

para cuando pase de esta vida.

Sonríe y sale luego, bendecida y solemne

y ¡con qué cortesía trata a las gentes

del mundo! A las palomas y gallinas

al perro y a los pájaros. ¡Con cuánta

misericordia y alegría va cargada!


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