martes, 16 de julio de 2019

Contra la espontaneidad

Mirad qué párrafo más jugoso de una carta en la que cuenta [san] John Henry Newman del viaje para embarcarse:
(...) la noche se animó gracias a lo que Heródoto llama en cierta ocasión νυκτομαχία o combate nocturno; es decir, la disputa entre yo mismo y un hombre (al que por cortesía llamaremos señor) que iba sentado con el conductor, sobre ciertas cosas que yo consideraba inadecuadas, y él apropiadas, de su modo de hablar. El primer acto terminó cuando él me calificó de «perfecto idiota». El segundo, dándome él dos sentidísimos apretones de manos al tiempo que declaraba que, desde luego, me tenía por muy indiscreto e inoportuno en mis comentarios. Había empezado yo diciéndole que parara de decir tantas tonterías a la tonta del bote de la criada que iba apretujada en el imperial, así que no podía quejarme yo de que me diera una respuesta tan poco cortés [Carta a Mrs. Newman, Falmouth, 5.12.1832, en Viaje al Mediterráneo en 1833, 127. La traducción, excelente siempre, de Víctor García Ruiz. En cambio transcribe el término griego y lo transcribe mal; lo he puesto en griego yo y he enlazado con el texto original].
En el primero folleto que publicó de vuelta del viaje, que abrió la serie de Tracts for the times que hizo poner en ebullición las islas británicas entre 1833 y 1841, me encontré esta frase contra los espontaneístas, que vale para muchos ámbitos de la vida:
¿El fin de la liturgia no es precisamente evitar el uso descuidado y vacío del lenguaje? ¿Y, en la más sagrada de todas las ceremonias ¿vamos a redactar, suscribir y emplear una y otra vez maneras de decir que no hayan sido sopesadas y que no haya que tomarse en su sentido más estricto? (Del Tracto nº 1, en Viaje Mediterráneo, 371)

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